Desde niña supe de la existencia del cielo, del purgatorio y del infierno, por mis mayores —especialmente de las mujeres de mi familia—, y los sacerdotes y las religiosas con quienes tempranamente me relacioné en mi condición de católica. El mensaje me quedó muy claro de comienzo: iría eternamente al cielo a gozar o al infierno a padecer después de morir, según cuán bien o mal me portara en este “valle de lágrimas” en el cual hemos sido desterrados “los hijos de Eva”, según reza la Salve Regina.
Dios lo definiría al exhalar nuestro último suspiro, en el balance final de un juicio en el cual no hay posibilidad alguna de justificación, descargo, impostura, chicana o coima; esto es, sin esperanza de alcanzar grado alguno de impunidad. En otros términos, estuve enterada de que todo dependería de mí, de la cantidad y calidad de mis buenas obras o de mis pecados, distinguidos según los mandamientos de Dios.
También me pusieron al tanto de la alternativa intermedia: el purgatorio, muy parecido al infierno, pero temporal. En él podría quedarme si mis pecados no eran muchos y/o mortales. Allí, como su nombre indica, tendría la oportunidad de purgarlos hasta ser digna de, final y felizmente, ir al cielo por la eternidad.
Los efectos de estas noticias repetidas sin cesar en mis oídos, fueron inmediatos: me invadió el terror al fuego eterno del infierno —nadie en su sano juicio quiere sufrir—, esforzándome para ser lo más buena posible y así tener la seguridad de no llegar allí y entonces soportar los espantosos tormentos por los siglos de los siglos. Sin embargo, muchas veces mi esfuerzo no era exitoso, fracasaba a cada paso. Es que algunos defectos míos no eran —no son— superables, no podía —no puedo— con todos y caía —caigo— en falta una y otra vez, sumándose por eso al terror las culpas.
En contrapartida, el panorama emergente de tales descripciones y advertencias me reconfortaba pues creía que seres probadamente malvados, autores materiales e intelectuales de muy graves crímenes, sus cómplices y encubridores, muertos u ocultos sin haber sido sometidos a juicio ni sanción en este mundo, en el otro lo pagarían, ¡y cómo! Oscura esperanza en la venganza, pero esperanza al fin.
Poco a poco las noticias fueron cambiando. El Concilio Vaticano II marcó un hito fundamental en una transformación notable de la Iglesia católica. Ese Dios Todopoderoso, juez implacable, se descubrió padre amoroso y misericordioso desde la experiencia de Jesús, su Hijo muerto y resucitado, victorioso sobre el mal y prenda de garantía de la salvación del género humano. El “valle de lágrimas”, este mundo en el cual vivimos esta vida, se convirtió en el escenario de anticipo del Reino, esa realidad fraterna de amor y solidaridad a ser construida parcial y lentamente por los creyentes, tocados en sus corazones con el don de la fe que lleva a la conversión. La imagen del infierno y del purgatorio se redujeron a la imaginación de Dante Alighieri plasmada en La divina comedia. La esperanza en la resurrección se fortaleció con la seguridad del amor divino. Buenas noticias, muy buenas.
Sobre tales bases comprendimos que la Iglesia, obra humana y por tanto imperfecta, no es el Reino y no tiene el monopolio de la salvación, pues los signos del bien, y también del mal, están en todas partes. Se distinguió a Dios de sus representantes, humanos e imperfectos, llamados a dar testimonio de los valores del evangelio con más fuerza que el pueblo creyente. Quedó claro que las formas no son el fondo, que la fe no se reduce a los sacramentos y a los ritos, se manifiesta en la práctica. Buenos efectos, muy buenos.
En contrapartida, estas novedades me entristecen cuando pienso que esos seres probadamente malvados, autores materiales e intelectuales de muy graves crímenes, sus cómplices y encubridores, muertos u ocultos sin haber sido sometidos a juicio ni sanción en este mundo, queden definitivamente impunes también en el otro. Peor tratándose de delitos cometidos en nuestro país, donde la única certidumbre es que no hay justicia sino comisariato político putrefacto al servicio de los intereses abyectos del poder. Según convenga a éstos, más inocentes caerán en los pozos profundos de los recintos penitenciarios y más criminales pasearán descaradamente su impunidad ante nuestras narices. Por eso quiero creer que hay infierno. Oscura esperanza en la venganza, pero esperanza al fin.
Sí, y que allí hayan ido y vayan a parar, entre otros, todos los abusadores sexuales de niños y adolescentes, en internados, colegios, escuelas de fútbol, grupos de boy scouts, hospitales, cuarteles, sedes sindicales y cualquier otro lugar. De sotana o no, con azul o no, heteros u homos, sepan o no leer y escribir, de cualquier color de piel, hablen la lengua que fuere, de la edad que tengan. Que paguen con creces la comisión de un crimen de lesa humanidad como ese. Ellos, sus cómplices y encubridores.
En cuanto a mí, trataré de ir a parar al purgatorio, con la ayuda de Dios.
La autora es abogada