Por esas (no) coincidencias de la vida, a pocos días de celebrarse el Día Internacional Contra el Acoso Escolar (2 de mayo), dos adolescentes con discapacidad (no utilizo eufemismos que solo sirven para calmar conciencias y en nada mejoran la condición de desventaja de estas personas; y menos hablo de “gente con capacidades diferentes”, pues todos tenemos capacidades diferentes) fueron golpeados brutalmente en su colegio, en La Paz, hasta quedar con heridas en el rostro o las costillas fracturadas.
La brutalidad y el ensañamiento ejercidos por los estudiantes que aporrearon y patearon en el piso a estos dos compañeros discapacitados hasta mandarlos al hospital, causaron conmoción y en algunos como yo, la penosa necesidad de exigir que a los agresores se les siguiera un proceso y mejor si la sentencia suponía su ingreso a un reformatorio.
He llegado a pensar incluso que, como en La Naranja Mecánica —en la que al protagonista (un adolescente cruel) lo someten a una serie de terapias para corregir sus impulsos y modificar su conducta, como mirar películas muy violentas por largos períodos—, a estos colegiales, a quienes en los videos que circulan se ve puñeteando a los desvalidos, los pondría a escuchar una y mil veces la condena a 50 años de prisión que recibió un grupo de jugadores de rugby por matar a un muchacho a golpes fuera de una discoteca en Argentina. Tal vez este tratamiento desalentaría a estos jovenzuelos (que encima luego de propinar la golpiza gritaban que no los jodieran) a responder violentamente en una próxima oportunidad (…).
Una patada aplicada en el lugar equivocado puede agravar la tipificación y la pena de un crimen. De hecho, lo que sucedió en días pasados dejó de ser bullying para convertirse en un acto más perverso. Algo así como aquel delito de “Lesiones graves y leves”. Y ya no interesa qué acciones no tomó el profesor a cargo de los alumnos en cuestión, que minimizó el hecho y pidió a unas madres de familia que le reclamaban alguna intervención, que no lo molestaran por favorcito… O si el director de la escuela donde los chicos discapacitados vivieron su tormento estaba al tanto. Este es un asunto judicial, aunque los bravucones se salven de la cárcel por su edad.
La viceministra de Igualdad de Oportunidades, Nadia Cruz, no lo ve así. La Viceministra ha optado por la compasión; sí, solo que su piedad se orientó hacia los jovencitos pendencieros. Sobre todo, hacia uno de ellos, de quien dijo: “pertenece a una población en situación de vulnerabilidad”. Llamándonos a la reflexión advirtió que “el contexto en el cual se había desarrollado una de las manifestaciones de violencia se dio aparentemente por una acción-reacción” y que ese frenético muchacho “tenía que ser escuchado” (de esto último no hay duda).
Aunque trascendió que el agresor al que defendió la Viceministra es homosexual, me cuesta pensar siquiera que cuando ella habla de que éste pertenece a una población en situación de vulnerabilidad, está apuntando a la comunidad gay, ya que considerar a quienes no son heterosexuales, personas vulnerables o incapaces, es por lo menos ofensivo. Además, hasta donde sé, ningún miembro del colectivo LGTBI+ goza de la inimputabilidad penal dispuesta en el Código Penal solamente por pertenecer a ese colectivo.
Nadia Cruz anda muy preocupada porque los alumnos agresivos se salieron de la escuela (en la que azuzaban a gil y mil) “para evitar problemas”. Y pues sí, como bien dice, ellos también tienen derecho a la educación. Solo que, haciendo cálculos, las víctimas de la trompeadura tienen un derecho mejor cotizado: que no les rompan los huesos mientras comen su desayuno escolar.
No sé si el director de Régimen Penitenciario es amigo de la Viceministra y si lo es, cuán dolido estará luego de que ella declarara que “en Bolivia la cárcel no soluciona nada” y que por ello no valía la pena meter a estos chicos a ningún centro penitenciario de reintegración social. Y es que, además, estos angelitos —piensa la Viceministra— “merecen una segunda oportunidad, en tanto fue solo un error”. Es verdad, una pateadura a personas que no pueden defenderse, hasta mandarlas al hospital, es un error que comete cualquiera.
Los bolivianos tenemos un umbral de tolerancia bajísimo. Estamos siempre prestos a la violencia frente a lo que consideramos una ofensa, por minúscula o inexistente que esta sea. De ahí que se entienda que, en este caso extremo, ni los maestros, ni el director del colegio, ni las autoridades hagan nada (el viceministro de Seguridad Ciudadana solo ha pronunciado un discreto “se está llevando a cabo un seguimiento particular”).
Quizás los jóvenes altaneros se sintieran agraviados por algún insulto proferido por los escolares discapacitados y eso, en nuestra cultura nacional, solo podía motivar una paliza bien dada, que no pasaría de un titular en los periódicos. Y es que no es para tanto, son tan solo unas cuantas fracturas…
La autora es abogada