El pasado año, el Gobierno de Luis Arce invitó a Diego García-Sayán, relator para la independencia judicial de las Naciones Unidas, a que visite nuestro país y verifique en el terreno el estado de la justicia, como parte de lo que se suponía podía ser el inicio de un proceso transformador de la justicia boliviana. Sin embargo, la visita resultó frustrada ya que pese al deplorable informe internacional no existe, por parte del Gobierno, ninguna señal concreta que permita vislumbrar un cambio judicial en un plazo razonable.
El alto burócrata internacional visitó y recorrió parte de nuestro país, se reunió con varias instituciones de la sociedad civil y constató los indicadores judiciales para determinar el estado de la independencia judicial en Bolivia. Las recomendaciones fueron muy concretas en el sentido de que existe la necesidad de emprender una reforma para conseguir la independencia del poder judicial y garantizar el trabajo de los abogados (las pruebas abundan).
En un Estado donde todo se concentra en el Órgano Ejecutivo y se impone la voluntad del gobernante de turno, como ocurre en Bolivia, no puede haber un Órgano Judicial independiente, imparcial, creíble y fortalecido. Y aunque el Gobierno central enarbole la independencia judicial, le conviene tener un sistema judicial débil, frágil, sometido y pervertido para poder conseguir sus fines políticos: el control monolítico del aparato estatal y la reproducción del poder político. En cambio, un sistema judicial fuerte, robusto, honesto, eficiente, transparente, etc. constituye un freno a la angurria de poder y su inefable correlato: la criminalización de la política.
El modelo presidencial hiperconcentrado viene a ser una de las causas de que nuestro país sea uno de los más atrasados, pobres y con menos perspectivas de crecimiento y desarrollo en el continente. La concentración del poder erosiona el sistema democrático, el pluralismo político, la independencia judicial, la transparencia de la cosa pública, y facilita la corrupción. La necesidad de cambiar esta tendencia autoritaria supone un desafió mayúsculo ya que forma parte de la tradición y cultura política boliviana, y está “blindada” en la propia Constitución (art. 172).
En el actual Estado “fallido” y decadente no puede brillar (ni brillará) la justicia y aunque la Constitución y los pactos internacionales proclamen su independencia, tiene que haber una reforma integral para imponer una verdadera independencia judicial. Las groseras limitaciones presupuestarias, la falta de institucionalización de la carrera judicial, la persecución o judicialización de la política, etc., han estado entre los mecanismos más usados para someter y pervertir al Órgano Judicial.
La reforma integral del sistema judicial depende de que haya voluntad política del Gobierno, el compromiso de los partidos políticos, las fuerzas representativas y la sociedad civil (colegios de abogados, universidades, academias). En un sistema democrático, los pesos y contrapesos tienen que funcionar para que ni la Asamblea Legislativa sea superior al presidente del Estado, ni éste sea superior al judicial, ni el Órgano Judicial sea superior a ambos.
Las conclusiones de García-Sayán son contundentes en el sentido de que el Estado necesita (con urgencia) una reforma judicial integral; sin embargo, el Gobierno menosprecia un informe internacional valiosísimo, que debe orientar cualquier proceso transformador. La justicia es transversal a todo el quehacer nacional, por eso la necesidad de tomar consciencia de su lamentable realidad y comprometerse con la reforma judicial que demanda no sólo el pueblo boliviano sino también la Organización de las Naciones Unidas.