A quienes decían que habían estudiado en el Juan XXIII, un colegio muy particular en Cochabamba-Bolivia, les envolvía un halo especial que les dotaba de aquello que tienen “los elegidos”. Y había orgullo. Desde hace poco más de una semana lo que hay es una sombra negra, luego de descubrirse que allí se produjeron abusos sexuales por parte de quien fue su director por unos años y que, al parecer, hay dos religiosos más involucrados.
Elegidos por su potencial, su inteligencia; elegidos, también, de zonas remotas, invisibles, y principalmente entre sectores desfavorecidos del país. Había la imagen de que, de alguna manera, un grupo de jesuitas los había encontrado en zonas lejanas o marginales, en familias desestructuradas, a algunos los habían rescatado de espacios violentos. Había misticismo y también suerte para formar parte de una comunidad de estudio, de trabajo para el autoconsumo, de sueños de transformaciones sociales.
Eso sí, los elegidos, todos, eran hombres, eran los que debían en el futuro liderar el destino del país u ocupar lugares preponderantes. Las mujeres llegaron más tarde, cuando el colegio ya no vivía esa época de gloria en su imagen, ni allí enseñaban personajes como Filemón Escobar (clandestino porque era buscado por la dictadura) o Silvia Rivera.
Hace diez días se conoció que el jesuita español Alfonso Pedrajas, ya fallecido, había abusado sexualmente de 85 menores en los centros donde trabajó en Latinoamérica. La mayoría de abusos se había producido cuando dirigía el Juan XXIII.
En redes sociales alguien comentó, y se compartió, que esa denuncia era temporalmente inadecuada porque “estigmatizaba a quienes allí habían estudiado”. En las homilías de este domingo, los sacerdotes mencionaron que por “errores y delitos” no se podía generalizar a toda la orden jesuita o al clero. Ninguna o poca contundencia en el rechazo a estos actos.
Es difícil borrar el estigma de pedofilia o, peor aún, pederastia que tienen actualmente los miembros de la Iglesia católica, más cuando hacen muy poco para quitársela; sin embargo, preocupa que socialmente se “estigmatice” a quienes estudiaron allí por la posibilidad de haber sido o por haber sido uno de los niños sujetos de violencia sexual machista.
Estigmatizar a una víctima, es lo que hace la sociedad habitualmente en estos casos y eso implica culpabilizarla. Es lo que ocurre con las mujeres violentadas. Jamás se podrá luchar contra las violencias sexuales si no hay pleno respaldo a las personas víctimas y a quienes han sobrevivido a ello, si no se muestra el rechazo absoluto y de manera contundente a estas agresiones y si quienes tienen la responsabilidad no las sancionan.
Si el hecho de haber estado en un espacio en el que ocurrieron hechos de violencia sexual es motivo de estigma, absolutamente toda la población está estigmatizada. En todos los colegios, en todas las calles y en las casas el riesgo de sufrir agresiones sexuales está presente.
Las agresiones sexuales son actos de poder machista, son fundamentalmente hombres los que los cometen, contra niños, niñas y mujeres, y lo hacen en un contexto patriarcal que los protege porque, en los hechos, no les persigue ni sanciona y si lo hace es de forma leve, generando impunidad.
Los chicos del Juan XXIII, así como cualquier chica que ha sufrido violencia sexual (que en alguna medida todas las mujeres la sufren durante su vida), siguen siendo esas personas especiales por su inteligencia y que prometían en el futuro. Un futuro que es hoy y el lugar que actualmente ocupan, a donde han llegado, es fruto de las condiciones que encontraron al salir del colegio, es fruto de su trabajo y también de su suerte.
Esta experiencia debiera llevar a que chicos y chicas de hoy supieran reconocer una situación de violencia sexual, que tuvieran herramientas de actuación y denuncia. Esa es labor del Estado y del profesorado, no es posible que haya rechazo alguno a políticas en ese sentido.