El futuro de la democracia boliviana depende de los desilusionados, los apáticos y los que se sienten cada vez más lejos de la política. Si uno lee con detenimiento los resultados de diversos estudios y encuestas recientes puede advertir que casi la mitad de la población no tiene expectativas sobre ningún líder y/o partido, y tampoco identifica una posible alternativa para las elecciones de 2025. Es más, si el voto no fuera obligatorio, posiblemente quedaría solamente en el campo de los que hoy expresan algún tipo de preferencia.
¿Cuál es el origen de la apatía o aparente desinterés? Las encuestas no indagan sobre este punto, pero pueden existir por lo menos dos razones. Que la gente no se siente representada por ninguno de los extremos de la polarización política, ni responde al esquema tradicional de izquierdas o derechas que ha prevalecido por lo menos en las dos últimas décadas o que, en definitiva, la aparente apatía no es más que la posible insinuación de la transición hacia un nuevo modelo democrático, donde lo inclusivo no tenga solo que ver con brechas sociales, sino con la participación de nuevos actores y causas que hoy tienen un protagonismo más bien marginal.
Durante los últimos 17 años, por ejemplo, Bolivia pasó de ser una de las mayores reservas forestales del planeta al segundo país con mayor deforestación. En otras palabras, el Estado ha levantado las manos y permitido que grandes extensiones de bosques desaparezcan irreversiblemente, con un terrible impacto presente y futuro sobre el medio ambiente.
En el mismo período, el país también ocupa un poco honroso segundo lugar entre los principales importadores de mercurio en el mundo, que es ni más ni menos que el nuevo “metal del diablo” por el terrible daño que produce sobre todo en los ríos y áreas aledañas a la explotación minera ilegal.
Es obvio que, si la agenda pública está concentrada en las disputas internas de un partido, las diferencias emergentes de la polarización, el intercambio rutinario de mensajes entre líderes, las denuncias de corrupción sin investigación ni desenlace u otros temas que prevalecen en el radar informativo tradicional, el ciudadano interesado en otros ámbitos, como el del medio ambiente, por ejemplo, terminará por buscar otras fuentes en las que nutrir no solo su demanda de información, sino su necesidad de representación.
En el caso de los jóvenes, independientemente de su origen social —las proximidades culturales parecen hoy más determinantes que las fronteras económicas—, el desinterés es posiblemente más profundo porque dependen cada vez menos de las políticas del Estado, y cada vez más de su integración a las nuevas relaciones sociales y económicas determinadas por las redes sociales y las nuevas herramientas tecnológicas a las que ahora tienen acceso.
En ese ámbito, lo político, concebido en los términos actuales, no tiene mucho que ofrecer a ese porcentaje mayoritario de la población que se articula no necesariamente en torno a visiones ideológicas, sino a afinidades diferentes, que a su vez conforman nuevas comunidades que abarcan una diversidad de intereses y demandas, que se canalizan por vías alternativas a las tradicionales.
No es el caos, ni la anarquía como fórmula de sobrevivencia en “democracias restrictivas”, sino una fórmula de descompresión que, por el contrario, podría traducirse en un “refrescamiento” democrático si emergen proyectos más abiertos y liderazgos alejados por completo de los esquemas de polarización.
Los desilusionados de hoy tienen mucho que ver con la posibilidad de construir una nueva ilusión. La suya es una “apatía dinámica”, porque cuestiona los límites y sacude un tablero con reglas del juego que ya no reflejan la realidad.