La necesidad de habilitar recursos adicionales debido a la reducción de los ingresos en las entidades estatales ha colocado nuevamente en el debate la pertinencia de disminuir los salarios de los funcionarios públicos. Así lo han señalado algunas alcaldías y gobernaciones y el tema posiblemente se incluya en los planes del Gobierno, especialmente porque estamos en época preelectoral, cuando propuestas de este tipo suelen ser bien recibidas por la opinión ciudadana.
Más allá del efecto real que pueda tener una medida como esta en las finanzas del país, es evidente la persistencia, en nuestra clase gobernante, de una visión superficial que continúa precarizando la función pública, afectada desde hace décadas por serios problemas de corrupción, ineficiencia y politización.
En cualquier sistema de organización social, las personas constituyen el recurso más valioso, por encima de los bienes económicos, tecnológicos o jurídicos. En un Estado, los servidores públicos son los que hacen funcionar el engranaje institucional, los que ejecutan las políticas de gobierno y, sobre todo, los que deben garantizar el cumplimento de los derechos ciudadanos y generar los mecanismos de atención de demandas y necesidades de la gente. Cuando el aparato burocrático es insuficiente no cumple con sus obligaciones o carece de las competencias necesarias, el sistema se debilita, pierde legitimidad y a la larga afecta la gobernanza.
Lamentablemente, en Bolivia la función pública se ha convertido en un instrumento de uso político que ha pervertido su esencia y ha reemplazado el esfuerzo, el talento, la capacidad y la creatividad de las personas por el servilismo a los jefes de partidos, la deficiente atención, el abuso y la búsqueda de beneficio personal.
La progresiva desinstitucionalización del servicio público, especialmente en los Órganos del Estado, ha desnaturalizado los procesos de selección y contratación, y aspectos como la formación académica, las habilidades, la ética y la experiencia tienen menos valor que la militancia política, el activismo partidario, las recomendaciones o las relaciones familiares. Por otro lado, y debido precisamente al incumplimiento de las normas y la ausencia de mecanismos de fiscalización, la estabilidad laboral en las entidades públicas depende en la mayoría de los casos, de los cambios de autoridades, la evaluación política y muchas veces el humor de los funcionarios superiores.
Este trato, con frecuencia indigno, cuyos orígenes son de larga data y que se repite en las entidades nacionales y locales, ha creado una cultura del empleo público asociada a la ineficiencia, poca transparencia y al principio del menor esfuerzo, donde, además, son corrientes la discrecionalidad y las brechas salariales que benefician sólo a las autoridades designadas por favor político. Esto, sin mencionar la normalización de mecanismos de exacción y abuso que obligan a los trabajadores públicos a aportar de sus propios ingresos al sostenimiento de los partidos, y la permanencia de un sistema de contrataciones temporales de trabajadores denominados “consultores de línea”, desprovistos de la mayoría de los derechos laborales.
Los efectos de esta realidad son múltiples. Además de los mencionados, se genera una percepción colectiva que desconfía y execra a los funcionarios públicos sin ninguna distinción, desincentiva a los profesionales más capaces, desmerece la especialización y desmotiva a quienes ingresan a las instituciones con genuino compromiso social e interés de servicio.
Para enfrentar el problema hace falta modificar sustancialmente las políticas nacionales que rigen el acceso y permanencia en la función pública, poniendo fin a la distinción entre los trabajadores del sector estatal y el privado, reactivando la institucionalización de los cargos y creando un mecanismo de gestión autónomo e independiente del poder político, que se oriente por la meritocracia y la calidad profesional.
Es indispensable modernizar el sistema de contrataciones y desarrollar la carrera pública lo que permitiría mantener motivados a los trabajadores, habilitando modelos adecuados de evaluación del desempeño con base en valoraciones objetivas de méritos y logros, generando mecanismos de control, prevención y sanción de ilícitos, promoviendo la eficiencia y transparencia y, ante todo, garantizando ingresos justos acordes con el esfuerzo, la responsabilidad y la calidad profesional.
La implementación del gobierno electrónico, la aplicación del modelo de rendición de cuentas previsto en la Constitución, y la promulgación de normas de acceso a la información pública son medidas que se deben aplicar con prioridad para empezar a revertir una situación límite que no solo afecta el funcionamiento de las entidades del Estado, sino que se está convirtiendo en un escollo para el crecimiento del país y el cumplimiento de los derechos ciudadanos.