Lunes de carnaval. Pausemos la coyuntura para hablar de trenes. En los años 60 y 70. La única manera accesible de ir de La Paz a la cosmopolita Buenos Aires era viajando en tren. Éste atravesaba buena parte de Argentina y Bolivia.
La mejor manera de hacer esta travesía era, sin duda alguna, en coche cama. Éstos eran unas espectaculares bodegas inglesas divididas en pequeñas cabinas, de esas que aparecen en las novelas de Ágatha Christie. Había dos camas forradas de un fino cuero, una arriba y otra abajo. Tenía, además, un lavamanos de cobre con agua limpia. El camarote estaba decorado al estilo victoriano con un revestimiento de madera oscura y olor a tradición.
En la época de vacaciones, probablemente salían dos o tres camarotes por viaje, acompañados de un coqueto coche comedor donde servían el almuerzo y la cena al estilo francés con manteles primorosos y garzones de guantes blancos. Las comidas eran de cuatro pasos. Una entrada ligera, una sopa suculenta, un segundo de chuparse los dedos y un postre maldito. Cuando era niño viajaba en este tren de lo que técnicamente se conocía como pavo, es decir, sin pagar el pasaje, pero no clandestino porque todo el tren y sus habitantes me conocían. En la época mi padre, el encargado de este hotel rodante vestía orgulloso un elegante uniforme con gorra ferroviaria.
Por supuesto, el tren atravesaba una espectacular geografía entre ambos países. Entre tanto, de niño yo dividí el viaje entre las comidas servidas a lo largo del trayecto, tanto en las estaciones en las que paraba el tren como en los almuerzos del coche comedor.
Partiendo de la estación Central en la zona norte de La Paz, y después de una hora de viaje llegábamos a El Alto, donde nos abastecíamos de un ajtapi espectacular: huevos duros, pero lozanos, un surtido de papas comandadas por las imillas, las purejas reventadas como pipocas y las papas negras de cáscara supergruesa. No podían faltar unas ocas pendencieras que se notaba que habían adquirido un bronceado color api a un sol de 4.000 metros de altura. No podía faltar el queso collana tostado con manteca de cerdo feliz y, claro, su ají amarillo en bolsa nylon.
En Oruro, donde las malas lenguas dicen que la vida es dura cuando no hay carnaval, el cocinero del coche comedor se abastecía de un charque azul de frío y de unos pejerreyes plateados, que venían directamente, muy frescos, del lago Poopó. Se decía que el chef del coche comedor había trabajado en el Club de La Paz y tenía una pasantía en el mercado Lanza como ayudante de la señora Bolita. Con estos ingredientes, el cocinero preparaba un charque mechado a mano, brutal, que jamás entraba entre los dientes y un pejerrey a la romana rebozado con huevos criollos y harina argentina, acompañado de unas papas altiplánicas al perejil virgen. Algunas horas después, llegábamos a Uyuni, donde unas señoras, de lentes oscuros, vendían conos de ispis con la sal de lugar.
Después de una noche de viaje llegábamos a media mañana a Tupiza, que era un ensayo del paraíso culinario. En el andén del tren nos esperaban otras señoras cargadas de enormes canastas, de donde florecían tamales como racimos de uvas, gigantes y humeantes que destilaban un ahogado rojo pecado picante. Desde las ventanas del camarote comprábamos decenas. Los tamales venían envueltos en papel blanco y forrados con el periódico de la página deportiva, del domingo, para que mantengan su temperatura. Desvestir los tamales de sus encajes y chalas era todo un arte. Y la sed que causaban era de otro planeta que sólo se atenuaba con unos jugos de moqochinchi preparado por un aquelarre de abuelas y brujas tupiceñas. Las bolas del jugo de orejón eran enormes y carnudas.
En Villazón, en cuanto una locomotora Argentina comenzaba a remolcar los coches cama ingleses, le cascábamos una salteñas potosinas con Sinalcol que defendían con dignidad, desde la frontera, la gastronomía e industria nacional.
Ya en La Quiaca, Argentina, comenzaba el recorrido a Buenos Aires. El tren tenía una tripulación variada, pero la mayoría era oriunda de Villazón y Tupiza, que antes de llegar a la quebrada de Humahuaca cambiaban de acento y se convertían en gauchos cerrados. Me saludaban con el clásico: “Qué hacés, papa frita”. Por supuesto en Jujuy y rumbo a Salta comenzaban a desfilar, sin pudor, los bifes de chorizo de carne argentina. A medida que avanzaba el tren rumbo a la capital, los cortes se hacían más sofisticados: ojo de bife, asado de tira, carnes que cortábamos con cuchara. También daban el aire de su gracia, como se dice en portugués, los tremendos sándwiches de mortadela. Eran tan abundantes que, daba la impresión de que uno se comía los pliegues de una chanchita gorda y feliz. Rebalsan de los panes franceses.
Asimismo, aparecían las medias lunas, las facturitas y los palitos de pan en bolsas papel y, por supuesto, el vino barato. La dosis. Un chorrito de vino Toro -en cuya etiqueta decía: “Si vino al mundo y no toma vino. ¿A qué vino?– con soda de sifón.
A lo largo del camino, en varias oportunidades, con la complicidad de maquinistas y camareros, tanto bolivianos como argentinos, yo subía encima del tren. Ellos me decían que los aires de los techos me harían pasar la cara de adolescente y la actitud arrabalera que ya se asomaba vertiginosa en mi humanidad.
Era una experiencia brutal llegar a Buenos Aires, la Europa latinoamericana, vital y gritona. Los compañeros ferroviarios argentinos tenían un hotel espectacular y una sede gigantesca en las cercanías del barrio de Boca. En la sede social de los trabajadores, en la entrada principal, había una foto de cuerpo entero de Evita Perón, la madre de los obreros, como la conocían en esa época.
Los compañeros ferroviarios de la hermana república de Argentina nos trataban a cuerpo de rey. Hacían aparecer media vaca y cocinaban unas parrilladas de padre y señor mío. Jugábamos al billar, al tenis y, cuando había tripulación del tren boliviano suficiente, se organizaban campeonatos de fútbol. Era una confraternización intensa y cariñosa.
La vuelta en tren a la patria era similar en la alimentación, pero veníamos cargados de revistas espectaculares, como Billiken, una infantil llena de divertidas manualidades e informaciones inútiles; El Gráfico, donde se estampaban las grandes jornadas del fútbol argentino; Las aventuras de Patoruzú, una lectura citadina y deslactosada de un indio pampeño o las ocurrencias de Isidorito Cañones, un porteño mujeriego y frívolo. El retorno se hacía más rápido con la lectura y las montañas de alfajores, turrones, cremalines y dulce de leche. El tren volvía cargado de historias y mucho comercio legal e ilegal. Eran épocas donde el tipo de cambio en Bolivia se devaluaba con frecuencia.
Por supuesto, mi dejo argentino llegaba pulido e irritaba a mis hermanos y coterráneos de Villazón. Durante mi niñez y primera juventud, fui decenas de veces a Buenos Aires, lo que seguramente despertó, tempranamente, mi vocación de economista.
CARLOS DERPIC SALAZAR
A la edad de 59 años, un infarto cardíaco segó la vida del conocido periodista Cándido Tancara. El director de Brújula Digital, Raúl Peñaranda, contó que, 20 minutos antes de morir, Cándido envió el último artículo que editó para ese periódico digital en demostración de la disciplina que le caracterizaba; previamente habían coordinado sus tareas para el sábado 29 de junio. Según Peñaranda, Tancara no conocía lo que era descansar y tal vez eso tuvo que ver con su partida prematura de este mundo.
A la edad de 59 años, un infarto cardíaco segó la vida del conocido periodista Cándido Tancara. El director de Brújula Digital, Raúl Peñaranda, contó que, 20 minutos antes de morir, Cándido envió el último artículo que editó para ese periódico digital en demostración de la disciplina que le caracterizaba; previamente habían coordinado sus tareas para el sábado 29 de junio. Según Peñaranda, Tancara no conocía lo que era descansar y tal vez eso tuvo que ver con su partida prematura de este mundo.
La más reciente crisis política (cuya naturaleza y alcance aún no se conoce por completo), protagonizada esta vez por el excomandante del Ejército boliviano, ha precipitado el agravamiento de los problemas económicos y develado una vez más las serias contradicciones y debilidades de nuestra institucionalidad estatal.
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VERÓNICA ORMACHEA
¿Dónde se ha visto que el presidente de un país instruya a su jefe del ejército que saque tropas y tanques y rodee el palacio de gobierno para subir su popularidad ya que la crisis económica es insostenible?
¿Dónde se ha visto que el presidente de un país instruya a su jefe del ejército que saque tropas y tanques y rodee el palacio de gobierno para subir su popularidad ya que la crisis económica es insostenible?
Nuestros padres nos han enseñado la diferencia entre estar en la casa y salir. El primero un lugar seguro y el segundo potencialmente peligroso. ¿Adónde vas?, ¿con quién estás yendo?, ¿a qué hora vuelves? Son preguntas que todo joven recibe de sus padres al salir, que suelen ser irritantes, pero tienen una buena intención. De hecho, un padre se siente más tranquilo si sus hijos están en el hogar, a la vista.
Nuestros padres nos han enseñado la diferencia entre estar en la casa y salir. El primero un lugar seguro y el segundo potencialmente peligroso. ¿Adónde vas?, ¿con quién estás yendo?, ¿a qué hora vuelves? Son preguntas que todo joven recibe de sus padres al salir, que suelen ser irritantes, pero tienen una buena intención. De hecho, un padre se siente más tranquilo si sus hijos están en el hogar, a la vista.
EMILIO MARTÍNEZ CARDONA
A Evo Morales le llevó varios días “desayunarse” la mala posición en que lo dejaba la resolución del incidente militar de la semana pasada, ya que su rival en la interna masista logró posicionarse en el núcleo duro partidario como el “defensor de la democracia” que “no huyó ante el golpe”, un contraste de donde el cocalero sale debilitado y con esperanzas casi nulas de reactivar su candidatura inconstitucional.
A Evo Morales le llevó varios días “desayunarse” la mala posición en que lo dejaba la resolución del incidente militar de la semana pasada, ya que su rival en la interna masista logró posicionarse en el núcleo duro partidario como el “defensor de la democracia” que “no huyó ante el golpe”, un contraste de donde el cocalero sale debilitado y con esperanzas casi nulas de reactivar su candidatura inconstitucional.
Bolivia no puede estar en un peor momento. A la inestabilidad económica y social debe sumarse, ahora, después de más de 40 años, una alarmante fragilidad democrática. Que un general despechado resuelva tomar la plaza Murillo para expresar su malestar personal, ante lo que considera una lealtad no correspondida del presidente, tiene más de tragedia que de comedia, aunque no carezca de lo último.
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El Instituto Nacional de Estadística (INE) ha dado a conocer los resultados del comercio exterior boliviano al primer cuatrimestre del 2024, con cifras poco auspiciosas, por cierto. Sin considerar las reexportaciones ni efectos personales -que no generan divisas- entre enero y abril, comparativamente a igual lapso del 2023, el país registró un déficit comercial por 531 millones de dólares, las exportaciones cayeron 977 millones y las importaciones, 512 millones de dólares.
El Instituto Nacional de Estadística (INE) ha dado a conocer los resultados del comercio exterior boliviano al primer cuatrimestre del 2024, con cifras poco auspiciosas, por cierto. Sin considerar las reexportaciones ni efectos personales -que no generan divisas- entre enero y abril, comparativamente a igual lapso del 2023, el país registró un déficit comercial por 531 millones de dólares, las exportaciones cayeron 977 millones y las importaciones, 512 millones de dólares.
Actualmente en el rumor público se discute la enfermedad del estatismo en nuestra sociedad. Por ello considero importante indagar sobre este término y comprender conceptualmente nuestra compleja realidad. Es irracional atacar al Estado sólo porque está de moda y también atribuir al Estado todos los males sociales. Esto me mueve a reflexionar sobre una paradoja: ¿Cómo es posible anular el estatismo en nuestro país, si tenemos un Estado débil?
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La vergüenza ajena es una expresión que no está presente en todos los idiomas. Se trata de un fenómeno poco estudiado aunque cada vez más se progresa en el estudio de este tema. No está muy claro aún por qué sentimos vergüenza ajena, el por qué nos afecta lo que hacen o dicen otros.
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RÓGER CORTEZ HURTADO
Es notable cómo un gobierno atosigado de problemas, puede todavía derivar la atención y energía del país a disputar si la irregular movilización militar del 26 de junio fue digitada por las propias autoridades, o se originó en el descabellado plan de un puñado de oficiales guiados por una delirante mente maestra.
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