El domingo antepasado, cuando pensábamos que no tendríamos más una inauguración de Juegos Olímpicos con la grandeza de la de Beijing 2008, llegó París 2024. Una ceremonia desbordante de historia, cultura y tradiciones francesas. Nos conmocionaron las referencias a Charles Aznavour, la Revolución, los hermanos Lumiere, Notre-Dame, el Fantasma de la Ópera, Victor Hugo o Édith Piaf.
Sólo que uno de los actos se descolgó —como se descuelga una prenda del tendedero— de lo que había sido una exhibición de majestuosa iconografía francesa: luego del desfile de sofisticadas muestras, se montó una instalación LGTBI que incluía un acercamiento sugerente de un drag queen —con o sin testículo al aire— hacia una niña (¡todo un símbolo parisino!). El cuadro en movimiento (que “pretendía” ser sólo una representación del Festin des Dieux de Van Bijlert) causó enojo en el mundo católico, pues se sintió como una parodia de La última cena de Leonardo da Vinci. Después, el director artístico y los organizadores mostraron su doblez: eso de que nadie, ni los eruditos en arte, haya sospechado el riesgo de asociación… hágannos el favor.
El wokismo carece de sentido del humor. Al ser una corriente que se alimenta del victimismo y que ve ofensa en todo, no ríe. En su vertiente más melindrosa, adopta la corrección política como un gesto moral e inquisidor que cancela cuanto no obedece a sus códigos. Hace unos años en una universidad estadounidense retiraron del plan de estudios la Odisea, de Homero, porque dizque “incitaba al odio”. Y en el deporte, a un futbolista uruguayo del Manchester United lo suspendieron y le cobraron una multa de cien mil libras por un post en el que el jugador le daba un “gracias negrito” a un amigo que lo felicitaba en la red por haber marcado el gol de la victoria. Cancela la música, el lenguaje, la pintura, los monumentos.
De ahí que no comprenda por qué celebra como una hazaña ofender a buena parte de los católicos. Un regocijo que considera una especie de merecido ataque a los conservadores, “esos ignorantes que no han leído un libro en su vida” (conservadores como Chesterton y Churchill, o Jorge Canelas y Jorge Siles, ahora en el cielo; o Felipe Mansilla, afortunadamente con nosotros, deben de estar haciendo una mueca sarcástica).
Me he quedado rumiando si estos activistas se habrían solazado tanto si la burla se hubiese hecho al islam. ¡Ah no, esperen!, parte de la impostura está en reírse sólo de quienes se sabe no reaccionarán con violencia. No como cuando dos hombres armados con fusiles y otras armas entraron a las oficinas del semanario satírico francés Charlie Hebdo —que había publicado una viñeta que caricaturizaba al profeta Mahoma—, y dispararon cincuenta tiros matando a doce personas al grito de “Alá es el más grande”.
Lo que me pareció valiente por estos lados fueron las alabanzas a la escenificación por quienes piensan el ateísmo como la única postura sensata e inteligente. Mostrar esa superioridad intelectual y ese desprecio en un país en el que el 90% de la gente es cristiana, uf. Menos mal que ninguno es candidato político.
Algo que no causó tanta euforia fue la actuación de Shaheem Sánchez, una bailarina sorda que interpretó Supernature en lenguaje de señas. Es que las expresiones reservadas a quienes sí padecen una discapacidad y necesitan vivir en un mundo más amable que los atienda mejor, no apelan a la transgresión que los adolescentes trasnochados buscan.
Siempre he admirado el humor agudo y no confío en su censura; disfruto de una buena caricatura sin importar de qué se ría o qué cuestione. La escena no me hirió, pero me pareció grotesca. Y aunque intenten convencerme de la hermosura de ese momento, quiero pensar que la mayoría nos maravillamos más con el despliegue de todo lo previo, que fue lo que alguien llama “belleza perdurable”, que con la ostentación forzada de la apología queer. Un periodista paceño sugería con acierto, hace poco que la mejor forma de evitar la discriminación es la indiferencia: todos nos tratamos y nos atendemos, en cualquier ámbito, como los iguales que somos. Los reflectores deberían apuntar no a quien provoca, sino a quien necesita.
Cuesta ver autenticidad en tanta sobreexposición de lo que se es, o se quiere ser. Y tanto paternalismo me genera desconfianza. Veo culpa o necesidad de compensar: como los machos que han desdeñado a todas las mujeres que los han acompañado en su vida y se convierten al feminismo de un día para otro (pese a que aún los delaten maneras como el mansplaining). Suelo extrañar la denuncia genuina de intelectuales como Patricia Flores, que habla desde la honestidad, sin disfraces y sin arrogancias.
Harto de que John Lennon anduviera dando lecciones morales, Paul McCartney escribió una canción en la que le dedicaba esta queja: “demasiadas personas predicando prácticas”. McCartney no es un conservador católico, pero me imagino que, como a muchos, tanta prédica lo hartara.