Autoestima y amor propio representan lo mismo. La autoestima femenina ha estado enraizada en las mujeres de todos los tiempos, quizá con mayor lucidez en unas que en otras, pero presente quizás sin ser nombrada en las mujeres que sentían que la obediencia no era lo suyo, que los condicionamientos y normas sociales las agobiaban, que las sociedades estructuradas les asignaban papeles de cuidado y las mantenían al margen del mundo del conocimiento.
En tiempos difíciles, las mujeres adelantadas, creadoras, científicas, escritoras, filósofas, maestras, fueron capaces de sortear los escollos de las sociedades patriarcales y preguntarse sobre el sentido de la vida y las injusticias que hasta el siglo XIX eran moneda corriente por el hecho de ser mujer.
Ellas fueron las pioneras para desocultar el valor de las mujeres, que se remonta muy atrás, con Safo de Lesbos y la filósofa Hipatia, valientes, inteligentes y firmes que nos enseñaron desde el valor, la libertad y la confianza en sí mismas. Safo decía: “Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro”, yno se equivocaba.
En la construcción de la autoestima, cuando éramos adolescentes, mi hermana María Isabel y yo, leímos con entusiasmo y frenesí la novela Mujercitas de Louisa May Alcott, donde Jo, una de las protagonistas enfrenta el mundo y el futuro en el siglo XIX con la determinación espartana de convertirse en escritora y vivir una vida independiente. Su autoestima era inquebrantable pues se sostenía en sus propias capacidades, talento y energía.
En esta línea, la autoestima es un reconocimiento que cada una se da a sí misma, es una aceptación sin caducidad ni desasosiego interno. No es una alegría impulsiva, sí festiva. Es el reconocimiento de ser de tantas maneras. De no agotar las tristezas y vivirlas en contraste. De amar las derrotas que se viven en tantas circunstancias sin socavar la autoestima y mantenerla firme y erguida como el bambú al viento.
El amor más risueño es la autoestima. Una autoestima más allá del amor romántico, sin mirarnos desde los otros, construida en la aceptación de centrarnos en el mundo con fortalezas propias. Una autoestima que no se atrinchera, sí se vincula con el movimiento de la vida, las circunstancias y las diferentes edades que se atraviesan. ¿Cómo nos observamos y apreciamos a los veinte años, a los cuarenta y más allá de la mitad de la vida? ¿Cuántas de nosotras nos miramos en la benevolencia —la misma que le damos a los otros— de reconocernos y ser nuestras mejores cómplices o no lo hacemos, porque nos gana la cotidianidad estéril, el sinsentido de la existencia vana, el dolor de las ausencias o el aparcamiento de las utopías?
Las mujeres requerimos seguir trabajando la autoestima desde que se es pequeña hasta el final de la vida. El patriarcado y el capitalismo avanzado se encargaron de socavar la confianza en las fuerzas individuales, y dejarnos inermes tal cual princesas sin corona en la quimera tortuosa y endulzada del amor romántico como meta de vida. Una meta estándar en términos de realización a través de contar con una pareja y la familia en cualquiera de sus acepciones. Y están las mujeres de 30 y 40 años que no se han casado y gestionan sus vidas de manera más auténtica, menos afectadas por la presión social.
Es un ejercicio de libertad aparejado a la cuarta ola del feminismo, más radical, más inclusivo, menos dramático. Son mujeres que se empoderan desde estándares de vida genuinos, donde hay más claridad que el aspecto no es la esencia. Siento que la fortaleza de sus vidas no está en riesgo. Ellas se nutren de generaciones de mujeres que las han antecedido, pero viven en un mundo muy diferente donde existe una mayor incorporación de los derechos en la vida privada y la participación de las mujeres cambia la política, como podría suceder en Estados Unidos si Kamala Harris se convierte en la primera presidenta de Estados Unidos. Si eso ocurre, el impacto que tendría en millones de niñas y jóvenes sería extraordinario.