Hay un principio de economía fundamental que se aplica en las personas, las familias, las empresas y los Estados: “Nunca gastar más de lo que tienes”. Es una regla básica, para asegurar, sobre todo, estabilidad económica. Este principio proviene de enseñanzas y experiencias comunes. Esta regla básica responde también a un instinto natural que poseen, en menor o mayor medida, los seres racionales, plasmada en el concepto neoclásico de homo economicus.
Cuando se administran cuidadosamente los ingresos y los gastos no solo se asegura estabilidad, se asegura también el bienestar. El equilibrio entre los ingresos y los gastos permite generar luego sostenibilidad y rentabilidad.
Así, cuando hay un incremento sostenido de los ingresos, el resultado es siempre la prosperidad, el otro extremo de la crisis. En las metáforas bíblicas, el ciclo de bonanza se refleja en las “vacas gordas” y el ciclo de crisis en las “vacas flacas”. Esas metáforas también te enseñan que, cuando estas en prosperidad, debes prepararte para periodos de escasez. Sin ver el futuro y sin ninguna racionalidad, no puedes dilapidar el excedente que acumulaste en la prosperidad.
Ahora claro, cuando hay escasez o bajan los ingresos, lo primero que se debe hacer es ajustar el gasto. Esto lo hacen las personas y las familias, empero, los Estados nunca. El caso boliviano es patético.
Entre 2008 y 2014, Bolivia vivió un periodo de gran prosperidad. Con los campos de gas descubiertos y gaseoductos construidos, Bolivia comenzó a exportar gas en volúmenes significativos y a precios elevados. Esto rápidamente se reflejó, entre otras variables, en el crecimiento del producto interno bruto (PIB), la inversión pública y las reservas internacionales netas (RIN).
Si se comparan esas variables con las mismas de otros periodos de bonanza económica, el apelativo “vacas gordas” queda muy corto en relación al tamaño de la inédita opulencia. El año 2014 publiqué una columna con el título, precisamente, de Vacas obesas, donde describo detalladamente la magnitud de la bonanza.
Hoy, 10 años después, estamos en el otro extremo. No es precisamente el inicio de una crisis. La crisis ya estuvo instalada cuando comenzaron a bajar los ingresos por la renta petrolera. Desde el año 2015, hay una caída sostenida de estos ingresos, por los precios y los volúmenes —cada vez más bajos— de gas exportado. La renta petrolera hoy no alcanza ni al 30% de lo que se recibía por ese concepto en 2014.
Por lo que se observa hoy en las calles, con enormes e inacabables filas por gasolina y diésel, protestas, marchas, bloqueos, escalada incontenible de precios, escasez de dólares y un gran descontento social; la sensación es que estamos en el inicio de la hecatombe. Las calles anuncian, si no se plantean soluciones a corto plazo, el inicio de una gran convulsión social.
La falta de gasolina y diésel es aguda, a tal extremo que si el Gobierno no gestiona créditos externos de emergencia para garantizar la atención de la demanda interna de combustibles, habría el riesgo de un paro energético. La iliquidez en moneda extranjera es trágica. No hay dólares para comprar combustibles. La escasez, por lo tanto, será permanente. Mientras que los precios, casi de todo, siguen subiendo y la tolerancia desciende a niveles peligrosos.
Apelando otra vez, al principio fundamental de “nunca gastar más de lo que tienes”, debemos señalar que la caída de los ingresos no afectó absolutamente en nada en el elevado y monstruoso gasto estatal. Desde el 2015, esa significativa diferencia, entre gastos e ingresos, fue cubierta con las RIN (que ya están agotadas) y venta de parte de las reservas en oro.
A pesar de la drástica caída de los ingresos, y de los ahorros agotados, el gasto estatal se mantiene absolutamente inalterable, sin ningún ajuste. Ahora bien, de todas las recetas, habidas y por haber, para salir de estas crisis, el equilibrio y el ajuste fiscal son las que verdaderamente han tenido resultados. En palabras coloquiales, “no hay de otra”. La única salida es recortar los gastos públicos. Es imperativo ese ajuste fiscal. No es, como muchos sostienen, una ortodoxa medida neoliberal. Es una regla de economía tan básica que las personas, sean de izquierda o derecha, y las familias adoptan por “instinto natural”.
Una de las medidas básicas de ajuste, que tarde o temprano se tendrá que realizar, es el recorte de la subvención a los combustibles. Hoy, si me permiten decirlo así, es el “agujero” más grande de la economía boliviana. En tiempos de bonanza, la subvención es loable. En épocas de crisis, al ser insostenible, la subvención se convierte en un cáncer con gran capacidad de metástasis.
Ciertamente, los efectos serán muy crueles, sobre todo, para las clases más desposeídas. La subida de precios, en el corto plazo, será inminente. Empero, en el mediano, con mucho sacrificio de por medio, los precios necesariamente tenderán a estabilizarse.
Si se demora en las decisiones y en los ajustes, los efectos y la magnitud de la crisis asumirán las características de una hecatombe. Como he subrayado recurrentemente, la inflación convierte más pobres a los pobres. En cambio, la hiperinflación condena a millones de personas a la miseria.
La elección entre estos dos escenarios está en manos del Gobierno, que dice “defender a los pobres”.