El 10 de octubre de 1982 culminó la transición de las dictaduras militares a la democracia con la ascensión de la Unidad Democrática y Popular (UDP) al poder en una demorada segunda vuelta electoral indirecta vía Congreso. Los senadores y diputados elegidos el 29 de junio de 1980 votaron sin acuerdo de por medio -por tanto, sin comprometerles apoyo alguno- por los candidatos ganadores por mayoría relativa en esas elecciones, Hernán Siles Zuazo y Jaime Paz Zamora, quedando ungidos como presidente y vicepresidente de Bolivia.
Es un hito relevante de la historia política boliviana, no sólo porque clausuró el ciclo de 18 años de sucesión de gobiernos fácticos militares, con intervalos breves y limitados de gobiernos algo parecidos a eso llamado democracia, sino porque entonces recién comenzó la construcción de esta forma de gobierno en su sentido propio, no limitada al acto electoral, sino extendida hacia una constitución limitadora del poder público, órgano de control constitucional independiente, sistema de derechos y garantías, separación de los poderes del Estado, administración de justicia independiente, sistema electoral igualitario, legal, imparcial, seguro y transparente, con un órgano especializado independiente, pluralidad ideológica, sistema de partidos, toma de decisiones por mayoría y protección de las minorías, alternancia en el poder, rendición de cuentas por el manejo de la cosa pública y prensa libre.
Un repaso a los antecedentes de tal acontecimiento revela las dificultades que opone a la democracia la preeminencia de la cultura autoritaria en el país, uno de cuyos síntomas es el caudillismo, rasgo del populismo. Se manifiesta en la búsqueda de un “mesías” al cual se deifica por la supuesta misión “salvífica” que cumple en favor de la masa desvalida, dispuesta a entregarle para siempre, a cambio de cualquier dádiva, su fanático y amoral apoyo a todas las medidas que adopte, incluyendo las liquidadoras de cualidades de la democracia en función de garantizar su reproducción en el poder. Basta recordar como un ejemplo el lado oscuro y tenebroso del régimen del Movimiento Nacionalista Revolucionario entre 1952 y 1964, con la sistemática vulneración de los derechos humanos de la disidencia y oposición, y la manipulación abierta de las elecciones convertidas en un sainete cuyos resultados se cantaban con mucha anticipación. Todo en medio de impunidad y corrupción. Como ahora.
No fue todo. La cultura autoritaria se alimentó también del marxismo. Muchos militantes de la izquierda eran un ejército de la Guerra Fría, enemigo del capitalismo y aliado del socialismo en su versión caribeña. Con distintos grados de tendencia hacia la violencia revolucionaria, su objetivo estratégico era la instauración de la “dictadura” del proletariado, nombre completo del socialismo, lo cual requería la derrota de esos regímenes prohijados por el “imperialismo norteamericano”, para la instalación de la despreciada democracia burguesa que permitiría las condiciones de libertad y ejercicio de derechos civiles y políticos individuales necesarias para hacer la revolución y, paradoja, liquidar la democracia, las libertades y derechos civiles y políticos individuales, y construir el socialismo donde reinaría la justicia social. Para ello debía haber un “Kerensky” boliviano, en alusión al segundo y último primer ministro del Gobierno provisional instaurado tras la Revolución de febrero de 1917, derrocado en octubre de ese mismo año por la Revolución Bolchevique. Ejemplos tal estrategia fueron las presiones de la izquierda sobre Juan José Torres Gonzales, presidente entre octubre de 1970 y agosto de 1971, y sobre el propio Hernán Siles Zuazo quien se vio obligado a adelantar elecciones generales un año antes de finalizar su mandato constitucional. En ambos casos el desemboque no fue la dictadura del proletariado. Al contrario, se impuso la derecha y Bolivia no fue Cuba.
Poco después el bloque socialista se derrumbó. Fidel Castro, el ideólogo de la arremetida contra la democracia en Hispanoamérica, promotor de guerras, guerrillas e invasiones, inventó el socialismo del siglo XXI. Su plan descansa sobre la propaganda que incluye todos los motivos de odio y confrontación posibles, la infiltración a gran escala, la toma del poder vía elecciones democráticas, la captura de la democracia representativa para pervertirla mediante la reforma de las constituciones para garantizar la reproducción eterna del poder en un contexto de miseria y opresión general, a la par del favorecimiento de los intereses de las cúpulas dominantes que incluyen al crimen organizado transnacional.
42 años después, en Bolivia ya no hay democracia. Una de las causas fue no haberla considerado estratégica, no haberla convertido en cultura viva. Otra, consentir en su perversión al calificarla con adjetivos opuestos a su esencia. La democracia no es ni popular, ni unipartidista, ni revolucionaria, ni comunitaria. Es democracia y punto. Es vital recuperarla.