Además de constituir una grave confesión de parte, las declaraciones del exministro de la presidencia de Evo Morales, Juan Ramón Quintana, definiendo a los bloqueos que impulsa su sector político como “rituales que exigen sangre”, parecen confirmar lo comentado en una nota de marzo de este año, donde citábamos la “teología del crimen organizado” de la que habla el antropólogo mexicano Claudio Lomnitz.
Bajo esa expresión, el académico se refiere a los mecanismos con los cuales las entidades del crimen organizado han estructurado “soberanías emergentes”, lo que incluye rituales de violencia que acompañan, organizan y recubren su dominio armado sobre amplios territorios.
Por supuesto, lo aludido por Quintana es también y sobre todo una estrategia de guerra asimétrica, donde el agresor-bloqueador, que violenta los derechos de todo el resto de la ciudadanía, busca la ficción de legitimidad que le daría una baja entre sus filas, generando además la deslegitimación del poder estatal que se pretende desestabilizar.
Este ha sido el recetario aplicado por las organizaciones cocaleras desde la oposición, contra un gobierno de otro signo (Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003, Jeanine Áñez en 2019), desde el poder central, contra un gobierno regional (Leopoldo Fernández en 2008), y ahora contra un gobierno de su mismo partido, aunque de otra facción.
La producción de bajas en las propias filas puede lograrse a veces mediante la provocación a las fuerzas policiales y militares, bajo la presión de grupos de choque provistos de explosivos y armas blancas, pero existen indicios importantes que apuntan a que, en reiteradas ocasiones, los decesos habrían sido obra de francotiradores. Peritajes como el de David S. Katz, sobre varios casos en El Alto en 2003, o un informe preliminar del Instituto de Investigaciones Forenses (IDIF) sobre Sacaba en el 2019, indican el uso de un armamento distinto al de las fuerzas militares o policiales.
Esto debe cruzarse además con la documentada presencia de las FARC y del ELN de Colombia en Bolivia, no sólo durante la guerra del gas, sino también en sucesos como los del Puente de la Amistad en Montero.
Actualmente, es evidente que el gobierno de Luis Arce procura evitar la trampa dispuesta por el evismo, restringiendo al mínimo el accionar policial contra los puntos de bloqueo, pero esta inhibición de la represión directa no debería impedir que se sigan otros mecanismos expeditos contra los bloqueadores, sus organizaciones y representantes políticos, como una fuerte sanción económica por los daños y perjuicios que están causando a la población.