Cuando ya se ha transitado bastante por la vida, y los problemas políticos domésticos producen dolor de cabeza y vergüenza, recordar algunas cosas que se van borrando con el tiempo es muy saludable. En mi actividad diplomática conocí a muchos personajes importantes, que, desde García Márquez a Mandela, sería imposible enumerar. Pero esta mañana he recordado a dos figuras que no se asemejan en nada, pero que me impresionaron: Francisco Franco y don Juan Carlos de Borbón.
Los jóvenes deben tener una idea muy vaga de Franco y otra muy mediática, de don Juan Carlos. De Franco saben que fue un soldado heroico en África, que lideró la “cruzada” nacional contra la República desatando la Guerra Civil española, y que ejerció el poder absoluto con una implacable dictadura, desde 1939 hasta su fallecimiento en 1975, aunque se le reconoce que inició el despegue económico de España con la gran industria del turismo.
De don Juan Carlos, sabrán que fue un monarca constitucional, decisivo para salvar la todavía frágil democracia española de comienzos de los 80, pero que cayó en desgracia por participar de una expedición de cazadores de elefantes cuando apareció fotografiado junto a los colmillos de uno de los paquidermos derribados. Poco más se sabe de ambos, salvo quienes leen los periódicos, ven la televisión o estudian la historia.
A Franco, el Generalísimo, lo conocí cuando era un novel segundo secretario de la embajada de Bolivia en Madrid. La primera vez fue cuando presentó credenciales el embajador y empresario cruceño, Osvaldo Monasterio, en 1969. Recuerdo que debimos alquilar frac todos los miembros que acompañamos a la ceremonia al jefe de misión. Partimos del ministerio de Asuntos Exteriores en dos carrozas, seguramente del siglo XIX o anteriores, con hermosos caballos blancos bellamente enjaezados y con mozos de peluca, librea, y zapatos con hebillas. Pero, lo impresionante, era el ruido que producían, atravesando la Plaza Mayor, los cascos de los caballos de la Guardia Mora del Caudillo, de temibles jinetes marroquíes con capas, cascos y lanzas.
Atravesar la sala del trono en el Palacio de Oriente, fue otro momento emocionante. Y luego, una breve espera, en la sala adjunta al despacho del dictador, con retratos de antiguos monarcas. Cuando ingresamos a su gabinete, vi al Caudillo con el uniforme blanco de la Marina y a su lado al canciller López Bravo. El embajador Monasterio nos fue presentando uno por uno a los funcionarios. Yo era el último. Me impresionó que un hombre bajo, anciano, tuviera una mirada tan directa, de halcón, pero, además, que pudiera estrechar la mano con tanto vigor.
Algo similar sucedió cuando, meses después, presentó sus cartas el general Alfredo Ovando, quien reemplazó a Monasterio imprevistamente. Franco vestía el uniforme azul oscuro del Ejército. Su actitud fue la misma; solo emanaba autoridad. No lo vi sonreír. Guardo las fotografías de aquellos días. El protocolo era perfecto, ajustado a los horarios, todo bajo la mirada de su director, el duque de Amalfi, con tantos títulos nobiliarios como el que más. Al concluir la ceremonia, en el gran patio de ingreso al palacio a la vista de la catedral de la Almudena, se interpretaron bellamente los himnos de ambos países.
Muchos años después, ya como el embajador latinoamericano más joven en España, me correspondió presentar credenciales al rey don Juan Carlos, en 1981, y, un poco mayor, en el año 2001. Primero, representando al gobierno de las Fuerzas Armadas que, mediante un duro golpe, había evitado el acceso al mando del Dr. Siles Suazo; y luego invitado por Jorge Quiroga, tras la renuncia del general Banzer por su cáncer terminal. Yo no figuraba en los planes de Quiroga, y, además, le había expresado mi deseo de no continuar en el gabinete.
Con el Rey las ceremonias de 1981 fueron exactamente similares a las de épocas del franquismo. Nada había cambiado en el protocolo. La tradición seguía intacta. Frac y condecoraciones para el embajador y su comitiva, mozos con librea, y cocheros igualmente ataviados guiando las carrozas que habían sido el transporte regio de los soberanos borbones. Lo único distinto es que ya no se escuchaban los estruendosos cascos de la caballería de la Guardia Mora del Generalísimo, sino los de la Guardia Real montada. Esta vez el embajador que iba en la carroza principal era yo y por supuesto que estaba inquieto y hasta temeroso.
Encontrarse con don Juan Carlos fue inesperadamente cordial. Me sedujo su simpatía, pese a que yo representaba a un régimen dictatorial (éramos una decena de representantes latinoamericanos en la misma situación), justamente cuando la democracia española se instalaba trabajosamente luego de casi medio siglo de dictadura y todavía con amenazas fácticas que el propio Rey en persona tuvo que desbaratar. El ambiente hacia los gobiernos militares era casi de hostilidad en la prensa y círculos políticos, donde destacaba claramente Felipe González en su etapa de apasionado socialista, pero eran venerados Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri “La Pasionaria”, Valentín Gonzáles “El Campesino” y otras viejas figuras de la guerra del bando republicano, perseguidas por el franquismo.
La nota negra de aquel día 15 de enero de 1981, en que asumí como embajador, fue que, en La Paz, en la calle Harrington, paramilitares asesinaban a un grupo de prominentes miristas, entre quienes se encontraba mi querido amigo de mis primeros años diplomáticos, Luis Suárez Guzmán. Quedé profundamente conmovido cuando al día siguiente me enteré del drama. Bolivia se estaba deslizando por un camino de violencia, al parecer inevitable, en el que se continuaba luchando entre la izquierda guerrillera y la derecha cuartelera, aun cuando el MIR ya había optado por la disputa democrática para alcanzar el poder.
Mis aproximaciones al Rey en mi primera embajada en Madrid fueron eminentemente protocolares, pero no por eso aisladas. Saludamos, con mi esposa, a sus majestades en visitas oficiales de jefes de Estado, fuimos invitados al cumpleaños del Rey en los Jardines del Moro en el Palacio de Oriente, y hasta realizamos una visita a Cádiz para el 12 de octubre, día muy celebrado en España, solo los embajadores latinoamericanos. Pasamos por Sevilla, donde nos alojamos en el bello hotel Alfonso XIII, y cenamos espléndidamente, con intelectuales, políticos, príncipes y princesas, en los Reales Alcázares, antiquísimo palacio amurallado, de arte mudéjar y gótico.
En mi segunda gestión en Madrid, de escasamente un año, mi relación con el Rey fue distinta puesto que, el año 2000, don Juan Carlos y doña Sofía realizaron una visita oficial a Bolivia. Por deseo del presidente Banzer, yo, como ministro de Informaciones y exembajador en España y mi esposa, oficiamos de acompañantes, de attachés, de los monarcas en su breve estadía en nuestro país. Hubo una cena en el Salón de los Espejos de la Cancillería y luego visitamos Potosí, Sucre y despedimos a los reyes en Santa Cruz.
Mi esposa ya había estado en dos oportunidades anteriores con la reina Sofía, como su acompañante; en una de ellas habían subido, montadas en mula, una serranía en Chuquisaca, para visitar a Jesusa, una indígena artesana en telares que la Reina había conocido en Suiza y a la que admiraba y quería.
Esta vez, con los reyes, subimos al Cerro Rico, hasta dónde podía hacerse en vehículo. Vimos los “socavones de angustia”. Don Juan Carlos le dijo a la Reina: “Mira, que increíble, hasta aquí hemos llegado”. Se refería, por cierto, hasta donde habían llegado los conquistadores españoles en el siglo XVI. El alcalde ofreció un almuerzo típico, que yo, boliviano, nunca había probado. Era la “kalapurka”, una sopa sabrosa calentada con piedras hirvientes y además unos cuerillos de chicharrón de cerdo, como láminas, todo del agrado de los invitados. Las visitas a los lugares históricos de Potosí fueron magníficas, como lo serían después en Sucre cuando recorrimos la Casa de la Libertad y el antiguo Palacio Nacional, que fue sede del gobierno hasta la guerra federal.
Pasado el tiempo, cuando cesé en funciones en Madrid, en septiembre del 2002, los reyes tuvieron la amabilidad (no lo hacen con todos) de invitarnos a tomar el té y conversar distendidamente en su recibo íntimo, como muestra de amistad hacia el país.
El autor es escritor