Identidad cultural es la reunión de distintivos propios de una sociedad que, a través de manifestaciones, complejas y variadas, permiten a sus individuos identificarse como miembros de ese colectivo. Simultáneamente, también está presente la diferenciación de otros grupos culturales que, sin duda, forman parte de un todo.
La identidad cultural debe servir para cohesionar, incluir y corresponsabilizar. No excluye, ni define posiciones sociales. Integra, abraza a los individuos y propicia un sentido de pertenencia, de arraigo hacia esencias fundamentales: igualdad, equivalencia, respeto.
La identidad cultural está ligada a diversos aspectos de una sociedad. Desde su lengua, sus creencias, sus tradiciones, costumbres y un sistema de valores que serán los hilos conductores de la pervivencia armónica, ética, moral y apego a lo legal de ese universo social.
La identidad cultural no es un concepto estático, es dinámico. Está sujeta a una constante evolución y a una correlación de nuevas realidades históricas que, sin duda, dinamizan su naturaleza y la hacen más diversa.
Nuestra identidad contempla una diversidad que nos hace particulares, mas no excepcionales.
Siguiendo la línea de identidad cultural, en Bolivia, la dualidad es un elemento unificador. Semejante al eterno retorno de lo idéntico. Lo cíclico se convierte en una ley. ¡Todo fue! ¡Todo es idéntico! ¡Todo vuelve a suceder! Esta es una sentencia que, como una espada de Damocles pende de las vigas del tiempo y del espacio.
Tiempo y espacio son, desde una unidad vigorosa, un Taypi inescrutable que perviven, en armonía cíclica, en esa que se va construyendo a base de encuentros y desencuentros.
¿Qué nos hace ser bolivianos? ¿Qué nos diferencia? ¿Qué se ha perdido y qué se ha logrado?
¿La ‘pluralidad’ durante 18 años de masismo, es realmente plural, colectiva, equitativa, justa y democrática?
Desde esas interrogantes, podríamos conducirnos hacia conceptos más coherentes y transparentes. Es decir, se me hace menos demagógico reconocernos diferentes en nuestra diversidad, que únicos, pluriculturales y plurilingües en una sola ‘unidad que, además, tiene una cola inmensa de politización y oportunismo coyuntural.
Esa diversidad social nos debe empujar, con absoluta transparencia, a ver nuestros rostros como una realidad histórica. No como una coyuntura que data de hace 18 años. Capitalizada e instrumentalizada por el evomasismo y parodiada por la actual coyuntura, como si fuera el descubridor del agua tibia.
Esas identidades existieron desde siempre. Se mostraron a la luz de un universo complejo, con sus características, sus diferencias, su lenguaje y su diversidad.
Su naturalidad, su naturaleza las hizo esencialmente yuxtapuestas, abigarradas, desordenadas.
El concepto de abigarrado en Zavaleta Mercado se traduce en esa sociedad en donde las diferentes culturas dentro de un universo se encuentran sobrepuestas de una manera desordenada, caótica en distintos niveles de poder.
En su libro “Bolivia: El desarrollo de la conciencia nacional”, Zavaleta no sólo nos aproxima a esa interpretación compleja de las identidades, también nos hace caer en la cuenta de su búsqueda clara hacia una identidad colectiva. Una preocupación fidedigna por la unidad en la diversidad.
Convengamos en que carecemos de un “nosotros común”. Una ausencia de homogeneidad que nos hace disímiles. Esto, obviamente, ahonda mucho más la tarea de identificar identidades bolivianas claras que nos definan, y está bien que sea así. Pretender homogeneizar y definirnos en una sola identidad boliviana, nos reduce y nos hace menos libres.
Las identidades culturales están ligadas estrechamente a los valores sociales. En ese sentido, los 14 años de falso discurso identitario se quebraron por completo en su concepto primario. Evo Morales, a través de una arenga sistemática y oportunista, corrompió por completo un conjunto de valores que eran unitarios y en beneficio global de la sociedad. Destruyó, casi de una manera irreversible, la línea gruesa que delimitaba lo legítimo de lo ilegítimo, lo ético de lo antiético, lo moral de lo inmoral.
La cultura del arribismo, del vivillo, del soplón, del tránsfuga, del “chupa tetilla”, se hizo un mandato “legítimo”. Hoy, está casi institucionalizado y ya forma parte del patrimonio político cultural e inmaterial del masismo.
A esta Bolivia, todavía con piel de aguayo, la atraviesa una línea divisoria que la fragmenta y la hiere. Un poder dual la gobierna, asumida por elites sociales oportunistas que hacen y deshacen el tejido social originario y, la otra, esa poderosa maquinaria política corrupta que impone y somete.
Un puñado de individuos aburguesados, desclasados, “kitsch” que mira desde arriba su neocolonialismo. Su capitalismo que se filtra en su Estado Plurinacional fallido como un torrente que la arrastra hacia una descontextualización social y cultural y la convierte en ambiciosa, corrupta, pedigüeña, simple y menos compleja.
En Bolivia, el tema de la diversidad e identidades culturales aún es un gran disimulo solapado. Tras 18 años de pachamamismo, el doble discurso sigue creando hidras de 100 cabezas.
Desde hace 18 años no sólo se ha logrado imponer la voluntad suprema del caudillo como único recurso, sino también ha institucionalizado la banalización de los valores fundamentales de una sociedad. Ha masificado la corrupción como forma natural de convivencia y la ha convertido en ‘moneda’ diaria de transacción.
Ha quebrado por completo los cimientos de la ética como piedra fundamental de la justicia, la democracia y la equidad.
Si la identidad cultural está ligada a un sistema de valores, tras 14 años de evomasismo corrupto y sin moral, hemos ingresado a un desgaste sistemático de la convivencia regida por normas y ética, donde el afán de banalizar la impostura y el delito ha convertido a buena parte de nuestra sociedad en un modo de vida, de ser gobernados y de convivir con su semejante. Esto, sin duda, desorbita por completo la validez de la justicia, de la reciprocidad y el respeto. Se replica con fuerza en ese individuo que agrede constantemente, que mete mano, que viola, que comete feminicidio, que amenaza con matar al oponente, que se corrompe, que delinque, y que está dispuesto a todo porque sabe que su desfachatez tiene un blindaje oficial que socapa e interpreta como una anécdota, es su jefazo.
En nuestra realidad política boliviana, ese disimulo tiene que ver con haber cambiado para que no cambie nada. Reivindica lo que le sirve, lo que no, lo desecha.
Se toma fotos, zapatea, se tiñe con sus añiles multiculturales y lo presenta como una identidad nacional.
La reciprocidad del Ayni es de ida y de vuelta: dar y recibir, decir y escuchar, respetar y ser respetado. A todo esto, precede una condición insoslayable, la ética como mediadora y determinante entre la armonía y el caos.
Hoy, más que nunca, es necesario reivindicar esos mandatos. Los de ahora se confunden en medio del autoritarismo, la deslealtad, la injusticia y el irrespeto. Se ha producido una ruptura de valores éticos y morales. Ese Ayni recíproco ha sido condenado al servilismo.
Los 14 años de gobierno de Morales han servido para desgastar paulatinamente todo comportamiento ético, moral y de convivencia.
El mandato evista del no pasa nada y “yo le meto nomás”, se ha constituido en regla de oro.
El autor es comunicador social