Los perjuicios ocasionados en estas más de tres semanas de bloqueos de carreteras y actos de violencia ejecutados por organizaciones afines al ala evista del Movimiento al Socialismo (MAS) no solo agravan la situación económica que atravesamos.
Los efectos negativos de esas movilizaciones tienen un impacto inmediato y creciente en las actividades de prácticamente todos los sectores productivos. Son pérdidas que, de acuerdo con estimaciones del Gobierno, suman ya más de dos mil millones de dólares. Daño al que debe sumarse el resultante de los mercados y clientes perdidos por la desconfianza que genera el incumplimiento de los compromisos adquiridos.
Y también están los perjuicios en la economía de las familias, cuyos recursos pecuniarios pierden cada día su valor adquisitivo como resultado del encarecimiento de los productos de consumo cotidiano.
Pero hay otras dimensiones del daño que ocasionan las medidas de presión ejecutadas con el fin de conseguir impunidad para Evo Morales por los actos delincuenciales —estupro y trata de personas— que se le atribuyen.
Una de las dimensiones no tangibles de lo que estamos viviendo es la descalificación y pérdida del valor que tiene para todo ciudadano el derecho a la protesta por motivos legítimos. Y eso es lo que resulta cuando quienes instruyen la obstrucción de las vías lo hacen disimulando el propósito ilegal y de interés esencialmente político-personal de los bloqueos atribuyéndoles reclamos de alcance colectivo.
La violencia con la que los movilizados ejecutan sus medidas de presión atacando a las fuerzas del orden, el maltrato que infligen a los viajeros y choferes varados en las carreteras, las agresiones a los periodistas, el secuestro de policías, el asalto a recintos militares, la amenaza abierta formulada contra la autoridad del Estado y otros actos fuera de la ley tienen un impacto que va más allá de sus efectos inmediatos.
Esos hechos ilegales distorsionan y deterioran la ya precaria confianza de los ciudadanos en el orden social.
Un orden que está cada día más subvertido en un vasto territorio de Bolivia, donde las organizaciones sindicales sometidas a la voluntad del expresidente Morales y sus operadores imponen sus mandatos bajo amenazas.
En el trópico de Cochabamba, los cuarteles militares y policiales son vulnerables a las intervenciones de los cocaleros. Y los civiles que no acatan las instrucciones de ejecutar bloqueos donde se les mande son penalizados con multas pecuniarias.
¿Qué efectos tendrá el imaginario colectivo de los bolivianos —en especial de los jóvenes— esta subversión duradera y cada vez más agresiva del orden social?
Es un impacto que debiera preocupar a nuestros gobernantes pues sus efectos se traducirán en su capacidad de gobernar.