Bolivia recordará —y digo intencionalmente recordará en vez de celebrará— doscientos años como Estado independiente del yugo español en 2025, y lo más probable es que el bicentenario la encuentre en un ambiente electoral de rivalidades y enconos, si no de protestas, enfrentamientos y marchas callejeras.
Cuando cumplió cien años, en 1925, y ante la parafernalia festiva que organizó el Gobierno de Bautista Saavedra con el fin de alardear los progresos técnicos del país y dar a conocer la imagen de una nación y un Estado modernos, hubo un puñado de jóvenes que se atrevieron a hacer una tenue pero denodada crítica sobre lo que había sido aquella primera centuria de la por entonces todavía joven sociedad boliviana. Esos jóvenes, que pasaron a la historia como la Generación del Centenario, denunciaron airadamente lo que llamaron la “tragicomedia del centenario”: no había nada que festejar puesto que la historia de Bolivia no había sido más que una trágica centuria de problemas todavía irresueltos y pendientes.
Evoco aquel hecho, que podría llamarse de pesimismo crítico, puesto que es posible que la mirada más certera sobre el bicentenario sea la del saludable pesimismo, o al menos la de la perplejidad, antes que la de la autocomplacencia. Ahora bien, sería necio decir que Bolivia no cambió nada, pero sin duda los logros alcanzados en estos últimos noventa y nueve años, en comparación con los de otros países cercanos (como Chile o Uruguay), son muy modestos, pese a los reiterados intentos que se hicieron para modernizar y democratizar la nación boliviana de acuerdo con el modelo civilizatorio de cuño occidental.
El bicentenario hallará a un país socialmente desgarrado y económicamente quebrado. El escenario no podía ser distinto, tomando en cuenta la accidentada vida republicana de los últimos noventa y nueve años: la guerra del Chaco, que quiebra las arcas fiscales y desgarra a la juventud; la Revolución Nacional de 1952, que instala en el poder a una nueva élite, corrupta y caudillista como muchas otras; las dictaduras del período 1964-1982, que reproducen valores de orientación violentos y antidemocráticos; el llamado neoliberalismo, que preserva hábitos como el nepotismo y la corrupción, y finalmente el periodo del MAS en el poder (llamado por los afectos a este partido como Proceso de cambio), que socava la institucionalidad democrática, protagoniza incontables hechos de corrupción y preserva la tradición autoritaria. Evidentemente hemos hecho solo un recuento de acontecimientos negativos, dado que la intención de este breve texto es